Las lágrimas del Actor

 

Hoy les quiero hablar de los actores y de las actrices.

Solo aquellos que han vivenciado lo que es interpretar, en el sentido más profundo de la palabra, saben que pocas cosas se pueden comparar a la maravillosamente extraña y misteriosa profesión de la actuación.

Un actor de verdad, sana sus adentros cada vez que interpreta y, por ende, hace lo propio con los demás. Llega a recovecos internos que, tal vez, no sabía ni que existían. Los misterios del alma humana quedan expuestos en el brillo de una pupila y en el repicar de un pestañeo. Todo es como debe ser.

Atemos las palomas blancas y guardemos el confeti. No siempre es así. He visto empacharse a muchos actores que sobredimensionan esos misterios, dándoles una forma premeditada, convirtiéndolos en una actitud. Intentando, conscientemente, ser trascendentes. Ahí, están perdidos. Lo que trasciende es la creación en acto, no el ser que la interpreta. Todos los actores, en uno u otro momento, son proclives a caer en el oscuro nicho donde su ego se apodera de su arte. Algunos, un jueves logran esa magnífica actuación que no se busca, pero se desea y un sábado parecen un muñeco que intenta repetir algo que ya fue y que jamás será de nuevo. Curiosa profesión, desde luego.

Y también muy difícil.

La pregunta del millón: ¿Artista se nace o se hace?

-La niña está loca, loca, loquita, loca-

Y sí, las hay que están loquitas, locas. Una locura que tiene que ver con la consciencia desde muy temprano de las necesidades del público y del poderío escénico. Son esas niñas (y niños) que expanden su energía por el salón de la casa, bailando, cantando e imitando a otras gentes. Esas niñas tienen el brillo en la piel, necesitan comunicar y que las miren mientras lo hacen. No considero que este tipo de artista sea menor. Al contrario, entender los mecanismos escénicos de manera innata tiene un valor enorme.

Luego están los actores que parecen antinatura, eso sí, solo a bote pronto. Esos artistas que no son extrovertidos ni se sienten especialmente cómodos con las miradas y la atención ajena. Esos que juzgan su comportamiento e intentan encajar con las actitudes que se consideran adecuadas. Su problema es que nunca se sienten bien, porque su esencia es otra. Su razón de ser, es otra. Cuando interpretan, primero lo hacen para ellos mismos. Interpretan por la pura dicha, por el propio sentir. Suelen tener problemas para aprender los mecanismos escénicos y las reglas que dirimen su profesión. Algunos cuando sienten sus heridas internas cicatrizaron lo suficiente, lo dejan y pasan a otra cosa. Otros se quedan, y tengan éxito o no, siempre nos asegurarán una buena dosis de verdad.

Pues, ¿el artista nace o se hace? ¿Usted que cree?

Uno interpreta como es, y por eso el nivel de un intérprete está asociado, inexorablemente, a su proceso vital, a su camino. Si uno es un mentiroso, no logrará una actuación honesta y real. Si uno es un narcisista, será incapaz de escuchar desde la sencillez a su compañero de escena (no hay cosa más difícil). Y si uno es humilde, intentará contar la historia para la cual fue contratado, ni más, ni menos.

Abro otro melón. Hay algo que siempre me ha parecido curioso y es la relación de un actor con sus lágrimas. He dirigido a actrices que eran capaces de llorar en tres segundos. Uno, dos y tres, no exagero. Por supuesto, ese llanto apagado es superficial, es un “cómo estás” de ascensor, solo es agua. Algunos “artistas” juzgan su nivel de actuación por el agua derramada. Otros, en cambio, son incapaces de llorar. Pueden estar conectados con las circunstancias, con su vulnerabilidad y mil cosas más, pero nunca cae agua del ojo. No logran aflojar ese mecanismo. En mi caso, prefiero a los segundos. Por otro lado, tenemos el tercer triple mortal, los actores que pueden llorar en escena pero no en la vida. Esta es una profesión de llanto. Dentro y fuera. Hay que saber llorarse si se es actor. Porque si uno no se llora la vida puede aplastarle. Unos minutos (si hay suerte) de conexión trascendental interpretando, a veces no vencen a un día a día de bolsillos vacíos, críticas familiares y competitividad. Todas las profesiones tienen mayor o menor dosis de competitividad, por supuesto. Hago referencia es a esa competitividad que pellizca, que no viene tanto de la de la actriz que tiene éxito y exhibe su vida en redes sociales (que también). Hablo de la que viene del prójimo de profesión, del amigo o amiga más cercano, que se alegra de tus éxitos y al mismo tiempo todo lo contrario. Esas emociones conviven en un mismo corazón, no se pueden disimular e incomodan a ambas partes.

O sea que, básicamente, interpretar consiste en que tus compañeros de profesión te envidien o les envidies tú, en trabajar en la hostelería por poco dinero y muchas horas y en soportar miradas y tonos de juicio ajeno hasta que el caprichoso éxito llame a la puerta. La vida del intérprete es eso, sí. Y no solo eso, claro. La línea entre el que lucha por sus sueños hasta el final y el desubicado inmaduro que evita a toda costa hacerse mayor es muy, muy delgada, y bajo ningún concepto debería dirimirla la fortuna del momento final.

Los actores son hijos de esta sociedad, vivimos completamente apegados al resultado y filtramos la realidad de una manera maniquea y polarizada. Por lo que, un gol en el último minuto, un emprendimiento que tiene éxito o un papel que debería haber sido para otra actriz y que ahora es para mí, nos sirven como indicadores del valor que tiene una persona. Obviamos su proceso, su viaje, su esfuerzo, su mejoría tanto en el arte como en la vida. No deberiamos olvidar que el balón pudo pasar rozando el larguero, que el emprendimiento pudo no llegar a despegar o que la actriz que se rompió una pierna al caerse por las escaleras pudo decidir bajar en ascensor y ese papel nunca llegar a mí. El resultado final no depende de nosotros, la vida va sola. Y eso es algo que si no se acepta puede destruirte, más todavía si uno es actor.

Aquí cambio de tercio.

Un día mi pareja y yo fuimos a ver una obra de teatro en su ciudad. Al iniciar la misma, pudimos percibir que se trataba de una obra con actores amateur. En principio, no tengo problema alguno con visitar la cocina de gente novel, pero no me suele gustar que me mientan, y no se engañen, no decir la verdad es mentir. Ya estábamos allí, así que intenté prestar atención sin juzgar de más.

Ese día me llevé un gran regalo. Viendo a aquellas señoras mayores rígidas, sin proyectar la voz, o a aquella chica joven que parecía mascar chicle al hablar, me di cuenta de que, aunque su técnica y saber escénico estaban a años luz de lo que objetivamente podemos considerar aceptable, todo el grupo tenía un brillo especial en los ojos. El mismo que tiene la actriz que lleva cuarenta años en las tablas o el del último ganador del Óscar. En esos lugares fríos, sin focos de atención ni aplausos, es donde la magnitud del arte de la interpretación aflora más rotundamente. Donde podemos conmovernos con una bocanada de humanidad.

Espero que con estas reflexiones desordenadas haya podido transmitir una pequeña dosis de lo que supone realmente ser actor. Por otro lado, si usted ha formado parte directa o indirectamente, de la típica escena de comida familiar donde una tía segunda o un cuñado panzudo, dice algo así como, “yo podría ser actor, nunca he tenido vergüenza. Soy muy echao palante”. Por favor, tírele una servilleta en la cara de mi parte. Si, por el contrario, quiere seguir manteniendo una relación superficial y amigable, dígale lo que le haya quedado de este texto. Respetar a los actores, sean conocidos o no, es respetarnos a nosotros mismos.

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Ese niño loco y raro