Ese niño loco y raro

 

Si antes de llegar hasta aquí ha leído algunos textos de esta web, verá que empleamos sobremanera las palabras loco, rebelde o raro. Si por el contrario, este es el primer texto que lee, lo corroborará después, el orden no altera el producto.

Llamarnos rebeldes, locos o raros no es un eslogan. Nos enorgullece utilizar esas palabras porque, no hace tantos años, eran balas que nos desangraban. Así que nos hemos apoderado de ellas.

Esas hostias que nos daban (en mi época, ya por suerte, solo metafóricas) nos doblegaban el pescuezo hasta tener la moral, no por los suelos, si no más abajo, modo avestruz. Aunque eso, un niño no lo sabe, lo siente.

En mi instituto éramos varios los etiquetados como “problemáticos”. Estaba Emmanuel, un chico colombiano que no tenía padre. Y otro al que yo llamaba Fuerte Puig que tampoco tenía padre. Yo, tener, tenía padre. Tengo padre. Aunque en esa época deseaba no tenerlo. Ya me entienden.

Había algunos más, pero hoy nos ocupa este trío.

Más allá de compartir la ausencia o demencia paterna, teníamos algunas otras cosas en común: Los tres queríamos comernos el mundo sin saber muy bien haciendo el qué o cómo, pero teniamos pasión, éramos libres y nuestros comportamientos, aunque en muchas ocasiones disruptivos, no eran (casi) nunca malintencionados.

Teníamos muchas cosas dentro y no sabíamos qué hacer con todo eso.

Sufrimos bullying por parte del equipo docente del instituto. Por parte de los compañeros, no. Al contrario, y escribo al contrario, no porque nos amaran, sino porque nos temían. No sé qué es peor. Así, repetíamos curso tras curso, estábamos solos y cada vez encarnábamos con más vehemencia el papel que nos habían adjudicado.

Éramos chicos rebeldes y problemáticos que no lograrían nada en la vida.

Fuerte Puig fumaba marihuana todos los días e intentaba pertenecer a bandas latinas (siendo catalán). Emmanuel bebía y cuando no tenía dinero robaba para seguir bebiendo. Yo peleaba con uñas y dientes, y de madrugada agarraba mi motocicleta para conducirla con los ojos cerrados a 120 km/h por el centro de la ciudad. Me daba igual morir. Ese era el único momento en el que me sentía, literalmente, podía sentirme a mí mismo sin ahogarme en mi habitual mar de rabia y frustración. La adrenalina lo opacaba.

Aquí viene una elipsis grande, para que no se alargue: un poco antes, o un poco después, al final nos echaron a todos del instituto.

Emmanuel se apuntó a una escuela de adultos a la que nunca fue. Fuerte Puig, creo recordar, ejerció durante un tiempo como “cocinero” en una famosa franquicia de pizzas. Yo asistí a uno de los centros más considerados de la ciudad. Al parecer, ellos tenían una clase “especial” para chicos “especiales” (véase, problemáticos), así que ahí estaba yo, con gente que quemaba basuras en clase o se emborrachaba en ciencias, ojo, no llegaban borrachos, que también, se emborrachaban allí.

Éramos unos parias rodeados por compañeros adinerados, algunos muy adinerados, lo que suelen llamar “familias de bien”, que estupidez. Cuando entraba o salía del instituto (no compartíamos la hora del recreo con el resto) sentía que estaba en un zoológico y que era el animal salvaje al que tirar cacahuetes.

Allí aprendí que es cierto eso que dicen de que el aura de rebeldía y peligrosidad atrae a alguna gente, pero eso no compensaba las miradas de miedo, rechazo o condescendencia de todos los demás.

De todos aquellos chicos y chicas solo conocí a dos o tres personalmente. Las que querían tener un escarceo con el señor peligro para contarlo, o qué sé yo, tal vez, para disfrutar un rato, quién sabe. Pero yo, disfrutar en esa época poco.

Nunca sentí que pertenecía al lugar donde estaba. Jamás me consideré más tonto que nadie, ni peor persona. Aunque mis resultados y mis experiencias no apoyaban esa sensación.

Estuve unos meses en ese centro y me fui. A los pocos años me volví a ir, esta vez de la ciudad, solo.

Llegué al peor barrio de Madrid en el peor edificio posible. La primera noche dormí en un somier sin colchón y con el abrigo puesto. Nunca había estado en una situación tan vulnerable y jamás me había sentido tan vivo.

Aventura.

Empieza el show.

Te quiero mamá, en la distancia te quiero mucho más.

Nos vemos a mi vuelta, amigos.

Nunca volví y la relación del trío a día de hoy consiste en una o dos conversaciones al año por redes sociales. Les sigo queriendo y me gustaría volver a verlos, aunque cada vez estoy más lejos. Emmanuel logró sacarse el carnet de conducir (uno de sus sueños, fíjese) y la última vez que hablé con él trabajaba como guardia de seguridad. Fuerte Puig encontró la estabilidad emocional en una relación sana con una mujer fuerte y ahora está estudiando para ser policía en Cataluña.

Hace unos meses, Fuerte Puig, así de repente como lo hace la gente del barrio, me envío un mensaje donde me hablaba de nuestra época y de como recordaba mi pasión por la vida.

¿Pasión?

¿Yo tenía pasión?

Había olvidado lo que fui.

Gracias a sus palabras el barrio volvió a mí y recordé mis corridas en motocicleta huyendo de nada, mis lágrimas de rabia y mis peleas hasta llegar sangrando a casa con la sensación de que había tenido suerte, una vez más.

Ese mensaje fue el desencadenante de este texto. Para el que lo quiera, para al que le sirva. Pero sobre todo para mí, para Emmanuel y para Fuerte Puig. Para dar las gracias al cosmos por haber llegado hasta aquí. A la energía invisible y permanente que lo moviliza todo. Después de tanto, después de mucho, aquí estoy, vivo y fuerte.

Ellos no forman parte de Midgar, pero sí de su esencia. En esas aulas color hospital, con aquel trío loco, empezó el germen de lo que hoy somos como empresa.

Ahora vivo de contar historias, exactamente lo mismo que hacía cuando me apartaban y me sentaba solo en la última fila del instituto. Llenando toda la mesa de dibujos y convirtiendo mis dedos en personajes de Dragon Ball.

Cuento historias, dirijo, escribo y produzco. ¿Mola no? Sí. A veces no, pero casi siempre sí.

Intento no olvidar lo que me comentó una vez Javier, “tú eres el 1% del 1%”. Me lo dijo después de diagnosticarme con tdah combinado en su mayor grado, dislexia y un par de cosas más, pero eso es otra historia.

No sé si Emmanuel o Fuerte Puig soñaban con la vida que tienen. Yo tengo más de lo que soñé, porque durante esos años no tenía capacidad para soñar. Solo podría correr, huir y gritar. Creo que a ellos les podría haber ido mucho peor., como les sucedió a otros tantos de esos barrios e institutos del demonio.

Si usted fue un niño humillado por ser como era, lo siento mucho.

Si usted forma parte de ese repugnante grupo que trata a los niños como nunca lo haría con un adulto. Váyase, esta es mi casa.

Este texto es para Emilio, con cariño. Espero que disfrutes mis películas. Míralas con atención, te reconocerás en alguno de sus villanos, los más ridículos, esos que creen ser más fuertes que un niño.

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